Entre las despavoridas voces, el sonoro crepitar del vidrio contra el suelo, alcancé a distinguir: “¡todos al suelo!” “¡al suelo!” Ya no había mucho lugar para tenderse en ese mar revuelto de voces desatadas por el contraste: de las risas, conversaciones y cadencias inspiradas por Baco, para celebrar o evadir la vida; a la antesala de un purgatorio insólito.
En el intento de hacer lugar en ese río de cuerpos tendidos, sillones desordenados y fragmentos de vidrio, el brillo de la sangre en la mano derecha y un leve dolor captó mi atención, al mismo tiempo que vino la segunda ráfaga. Un “Hágase tu voluntad” se dibujó en mi mente, seguido de un “Padre Nuestro…” casi inaudible, la mirada gacha en un joven que entraba con una chava en brazos… “seguramente está herida”, pensé cuando Lalo demandó: “¡No levantes la cabeza, Gaby!”
Apenas reclinada sobre el costado izquierdo, me inquietó la idea de lo que ocurriría si entraba al lugar quien o quienes habían desatado este tropel. En estos casos, es difícil contabilizar el tiempo, más bien parece distenderse, como si un instante se tornara un solo y eterno aleteo, quizá fruto de mi propio aturdimiento.
Luego emergieron las voces de angustia y, como entre piedras, el torrente buscando la salida posterior. Una voz tensa exclamó: “¡Todos para afuera, con calma, con calma!”. En la siguiente sala, previa a dicha salida, saqué un pañuelo para detener la sangre de la mano, sin dejar de caminar y tratando de evitar los atropellos; al llegar a una bifurcación perdí de vista a mis amigos y, por un momento, me asaltó la duda “¿con quién me voy a ir a casa?”. La voz de Paco me salvó del desamparo: “vente para acá, Gaby”. Nos refugiamos en un rincón lateral, tras una malla ciclónica, mientras la que daba la calle era derrumbada a patadas. En ese lapso, del lado que nos quedaba de frente se escuchó decir a alguien: “tengo que romperte el pantalón para parar la sangre”; era un joven parado frente una mesa donde yacía una muchacha herida.
Abandonamos nuestro refugio, hasta dejar atrás las dos mallas. “¿Qué hacemos?”, “casi nunca dejo mi carro con el valet parking y ahora lo dejé”, “vámonos en el mío”, “¿dónde está?”, “por acá, por acá, síganme”, “ay’jo de la chingada, qué pinche susto”, “las llaves de mi casa se quedaron en tu carro”… entre risas nerviosas y balbuceos, fue difícil distinguir quién decía qué. Una señora asomada al balcón de su casa preguntó gritando “¿Dónde fueron los balazos?”; “en el Nuit”, contesté mirándola por unos segundos, sin detener el paso.
Los siete nos amontonamos en el carro, con Mago en el
volante, y empezamos a repasar los hechos; cada uno a su modo, desde su
perspectiva, con sus propios miedos, en un borboteo de palabras con
sentimientos entremezclados, en los que intentaba aflorar la calma.
Después de un hecho tan cotidiano desde la televisión, tan
escuchado en la radio y narrado en los periódicos, que se vuelve hasta familiar
el sonido de una AK-47; un ciudadano común, con la consciencia tranquila, sin
deudas qué lamentar más que las de los créditos de banqueros y agiotistas, en
esta economía rasgada por las decisiones ciegas al bienestar humano, ¿quién imagina
una experiencia de esta naturaleza en carne propia? ¿Cómo llegamos al olvido de
la elemental premisa que es la paz para la convivencia y el desarrollo del ser
humano?